Mi
arte de la digresión es desenfocar la fuerza del saber en ignorar
completamente la poesía, dejar de estar inmerso, salir del inmerso
de su superstición para amenazarla con mi superstición sin
lenguaje, sin lenguaje, con el primitivismo del deseo provocarle
fecundaciones, huevos de sentido, fornicar lo que no se ve de mí
hermafrodizarme contra todos los modos de la belleza aún los
insoportables, disparar perforaciones para hacer balas. La digresión
es vital para que el lenguaje no sepa lo que queremos decir, evitar
que interfiera con la aparente sustancialidad de lo invisible, el
lenguaje es una superficie mágica, una membrana de nueve dimensiones
de la cual habitamos sólo dos, la tercera es la proyección que la
protege de nosotros: la superstición de la poesía. Estamos tan
violentamente enfocados en la conservación de lo que pensamos que
creemos usar la escritura como reemplazo de la memoria, no vemos cómo
se deteriora lo que se conserva, tampoco vemos cómo se degrada la
parodia más temida de esa poesía con todos sus residuos expuestos
cristianismos mécanicos de gramáticas no dimensionales. Para
excursionar y mantenerme adentro del afuera invento una membrana
piadosa, un párpado de polvo, una vitela cáustica y porosa que como
un tímpano de barro ahogue todo antes de flotar y ni siquiera una
burbuja deforme la esperanza de un relieve, la cautela de una
hendija, la rugosidad de un empalme, un objetivo, un lente de agua
una mancha vaciada pueda traspasar y fingirme un interior o el fraude
canópeo de un síntoma haga de cápsula en palabras; poder abrazar
el humo de esa presa inactivada que he esclavizado para que vibre,
vibre incordiosamente como un baldío homeopático, una sucución, un
frasquito lleno de algo que pasó y conservó intras y extras, visitó
las inútiles centralidades de la obediencia. Llegar así al poema
abogadro cuyo número se digrega sin ser detectado por los lenguajes
preexistentes.
Daniel
Battilana
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